Los tratamientos oncológicos son muy intrusivos, largos e intensivos y requieren continuas visitas hospitalarias y numerosos cuidados en el hogar, ocasionando todo ello fuertes implicaciones emocionales en los menores. Los principales métodos de tratamiento utilizados (quimioterapia, radioterapia y cirugía) tienen importantes efectos secundarios como náuseas, vómitos, anemia y la pérdida del cabello y todos ellos conllevan que el niño deba enfrentarse a la hospitalización, la soledad y la convalecencia (Méndez, 2004).
Debido a lo anterior, los niños que padecen cáncer se enfrentan a un amplio espectro de emociones, entre las que podemos destacar como más frecuentes: ansiedad, miedo a procedimientos dolorosos e intervenciones quirúrgicas, tristeza, pérdida de interés por las cosas, y sentimientos de enfado.
Igualmente, sobre todo los pre y adolescentes, se enfrentan a las alteraciones de la imagen corporal que han venido construyendo, que tan importante es en esta etapa de su desarrollo y que les puede llevar a tener una baja autoestima.
Para enfrentarse a este torrente emocional, los niños utilizan diferentes tipos de estrategias, que dependerán de su nivel de desarrollo y del ambiente en el que se desenvuelven: padres, hermanos, familiares, escuela, etc. (AFANION, 2013).
Respecto al nivel de desarrollo, los niños más pequeños manifiestan principalmente su preocupación por el dolor y el miedo a separarse de sus padres y de su entorno durante las hospitalizaciones. En los más mayores surgen sentimientos de soledad si la enfermedad no les permite participar en sus actividades diarias. El miedo a la muerte y el estrés debido a los posibles cambios físicos que pueden experimentar son más comunes en los adolescentes.
En relación con el ambiente, aspectos como el tipo y la gravedad de la enfermedad, el contacto que hayan tenido con los ambientes médico-hospitalarios, su escuela, sus compañeros, la reacción y el apoyo familiar, por ejemplo, influirán igualmente en el impacto emocional y en las estrategias de afrontamiento adoptadas.
La inteligencia emocional puede aportar un marco para educar la capacidad de adaptación social y emocional de estos niños a su nueva situación y ayudarles a crear hábitos que les ayuden a gestionar sus emociones de manera adaptativa y beneficiosa para su crecimiento como personas.
Por inteligencia emocional entendemos un conjunto de habilidades que sirven para percibir, comprender, expresar y gestionar los sentimientos de la manera más adecuada, habilidades que pueden ser desarrolladas por medio del aprendizaje y la experiencia cotidiana (Bisquerra, 2011). Dichas habilidades se pueden aprender aprovechando cada momento cotidiano en el hogar o en el aula, en el hospital, en sus juegos y, en general, en cualquier faceta de la vida; de ahí la importancia que tiene crear una línea de intervención que trabaje las emociones durante el tiempo en el que están hospitalizados y en el que son más vulnerables a sentirse prisioneros de emociones negativas.
Finalmente, la necesidad de diseñar y desarrollar intervenciones eficaces en este ámbito se hace más acuciante cuando se ha observado cómo las emociones positivas hacen al ser humano más resistente a las enfermedades y contribuyen a aumentar las defensas y previenen de enfermedades o aceleran la curación (Fernández-Abascal, 2009).