El perdón es la manera que tiene nuestro corazón de curar las inevitables heridas y decepciones de la vida. Implica ablandar nuestro corazón y soltar el resentimiento y la ira hacia quienes nos han herido, traicionado o abandonado (incluidos nosotros mismos).
El perdón no puede ser apresurado ni impuesto. El corazón tiene sus propios ritmos orgánicos de abrirse y cerrarse, ritmos que hay que respetar. Pero uno de los aspectos hermosos de la mente y el corazón humanos es que el perdón, como otros estados profundamente curativos (amor, compasión, alegría…) se puede cultivar conscientemente.
Perdonar no significa tolerar el mal comportamiento o retomar una relación dañina, si hemos sido heridos en una relación. Necesitamos protegernos antes de poder perdonar. Y, si somos nosotros los que estamos dañando a otra persona, no podremos perdonarnos si esa es una excusa para seguir portándonos mal. Primero debernos poner fin a esa conducta y solo luego podremos reconocer y asumir la responsabilidad del daño que hemos provocado.
Es importante tener en cuenta que antes de soltarlo, el perdón debe conllevar duelo. El punto central de la práctica del perdón es que no podemos perdonar a alguien sin abrirnos antes al daño que hemos experimentado. De manera similar, para perdonarnos a nosotros, debernos abrirnos antes al dolor, al remordimiento y la culpabilidad que acompañan al hecho de haber dañado a alguien.
También conviene recordar que el daño que hemos causado suele ser el producto de una multitud de causas y condiciones interrelacionadas que se remonta muy atrás en el tiempo. Hemos heredado parcialmente nuestro temperamento de nuestros padres y de nuestros abuelos y nuestras acciones se han visto moldeadas por la historia de nuestra primera infancia, de la cultura en la que hemos crecido, de nuestro estado de salud, de los acontecimientos actuales, etcétera. Es por ello que no tenemos un control total sobre lo que decimos y hacernos de un momento al siguiente. A veces provocamos dolor sin pretenderlo y es posible que acabemos arrepintiéndonos de ello.
La capacidad de perdonar requiere una conciencia aguda de nuestra humanidad compartida. Todos somos seres humanos imperfectos cuyas acciones se derivan de una amplia red de condiciones interdependientes que, en muchos sentidos, nos trascienden. Dicho en otras palabras, no tenemos que tomarnos muy personalmente nuestros errores, paradójicamente, esta comprensión nos ayuda a ser más responsables de nuestras acciones y nos hace sentir emocionalmente más seguros.
Aunque muchos coincidan en que uno mismo es el que recibe el mayor beneficio cuando perdona a otra persona, usualmente actuamos como si el perdón fuera un regalo que le hiciéramos, y nos quitamos a nosotros mismos de la ecuación. Si realmente comprendiéramos que el perdón es ante todo un acto de autocompasión, nos sentiríamos menos inclinados a aferrarnos al resentimiento. Alguien ha dicho que el resentimiento es como tomar veneno esperando que se muera el enemigo. Puede parecer un símil exagerado, pero apunta a algo importante: el rencor afecta principalmente a quien lo siente, no a su destinatario. Los efectos a largo plazo del resentimiento pueden ser venenosos para la mente y el cuerpo.
Hay una historia de dos monjes tibetanos que se encuentran al cabo de varios años de ser liberados de una prisión china, donde fueron torturados por los carceleros:
-¿Los has perdonado? -preguntó un monje.
El otro replicó:
-¡Desde luego que no! ¡Nunca los perdonaré!
-Bueno -dijo el primer monje-, supongo entonces que todavía te tienen encarcelado, ¿no?
La ira y el rencor pueden ser como los barrotes de una prisión interior que, literalmente, limitan nuestra percepción, entorpecen nuestra imaginación y creatividad y debilitan nuestro corazón.
Quizás, ahora que acaba 2020 sea un buen momento para dedicarnos autocompasión, perdonar y perdonarnos.